
“Decía a sus discípulos el Maestre David Ferriz que para un viaje muy importante, solo contrataba marinos que tuvieran entre sus experiencias varios naufragios”
No se quien era el tal Ferriz, pero la verdad que un naufragio es una experiencia aterradora para alguien que no está preparado. Lo es tanto en el mar como en el río. Sin embargo, en el río y con una canoa no es exagerado esperar un vuelco de tanto en tanto.
Yo comencé a aprender de náutica en el mar, con el “Lobina” que es un velero antivuelco. No obstante, con ésta embarcación también pasé situaciones límites. Una de ellas fue cuando nos dimos contra las rocas al salir del puerto de Buceo y otra cuando nos enfrentamos a una tormenta en la desembocadura del Santa Lucía que nos llevó a quedar varados en la Isla del Tigre. Si bien éstas experiencias fueron etapas negras en mi vivencia náutica, sirvieron para forjar mi currículo marino.
A pesar de mis múltiples vivencias de aventura, no tengo experiencia de pescador, y poco tengo para contar de eso. Pescador mismo es mi amigo “Pillín” que todavía se ufana de contar sus múltiples hazañas pesqueras. Una que quedó en mi memoria es cuando me contó como sacó tiburones en la costa de Rocha. Cuando hablaba de su tamaño se refería a la mandíbula, así y todo apenas alcanzaba ambos brazos para describir aquellos semejantes bichos. Aunque no tiene pruebas del hecho, tiene a Ismael, que es cómplice de aquellas circunstancias. Quienes los conocemos, sabemos como Pillín puede describir los detalles más minuciosos que dan emoción a una historia y como Ismael puede realizar una magistral actuación para demostrar la veracidad de aquella escandalosa anécdota. Aún hoy me da risa pensar como Pillín describió la lucha que mantuvieron con semejantes animales que se habían desprendido en los lagunones de la playa. Bastó montarlos sobre el lomo y clavarles una fija en la espalda............ Si bien no puedo contrarrestar esto, puedo contar mis humildes experiencias náuticas, que nada le tienen para envidiar lo anecdótico.
Después de varios años, hemos asumido a los vuelcos en canoa como algo que debe esperarse. Solo Gustavo no ha vivido esa experiencia....y mirá que se ha esforzado!!!!. En este caso habría que hablar del milagro de no naufragio. Dicen las malas lenguas que tiene un “santo” que le acompaña y lo protege de sus múltiples imprudencias. Parece ser que también su hijo Juan Martín tiene un “santo” similar.......así son de tal palo tal astilla. Nosotros esperamos que nunca tengan un naufragio juntos, porque si es que ocurre, el grito de los Perdomo sería tan fuerte, que causaría un daño irrecuperable a la ecología nacional.
Si hablamos de naufragios, tendría que remontarme a nuestra primera travesía en el Río Santa Lucía, cuando Gabriel y Pedrito se dieron vuelta a pocos metros del lugar de partida en Paso Pache. El susto fue enorme, y eso que venían bien preparados. La carga estaba bien atada, todas las tarrinas entre sí y a la canoa. Pero, la corriente era muy rápida, y se formó un cordón de tarrinas que llegaron a enredar a los náufragos. Después, ya calmos, comentamos la lección, NO HAY QUE ATAR LAS TARRINAS ENTRE SI, esto es peligroso para enredar a los tripulantes.
En la travesía del río Tacuarembó, fuimos asesorados por el Rey Luis y dispusimos de sistemas antivuelco en las canoas. Colocamos estabilizadores laterales a unos 50 cm de cada lado de la borda. Yo tuve la suerte de contar con la colaboración del “Canario Rosas”, compañero de INIA, que me construyó unos estabilizadores con pedazos de caño de riego de aluminio a modo de torpedo. Estos “torpedos” fueron partícipes de varias aventuras, hasta que perdí uno durante el transporte de la carga hacia el Olimar (ya hablaré de eso).
Lo cierto fue que en el Tacuarembó no hubo vuelcos, en ríos anchos los estabilizadores funcionan espectacularmente. Esto es fundamental cuando incluimos los motores, porque como veremos, un vuelco con el motor prendido es una complicación adicional.
Todo ocurre en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos. Pero, en general lo atribuimos a un error humano, a la falta de prevención o al exceso de confianza. Así fueron mis volcadas, y después nos dicen ....... ¡¡que boludo!!! Pero ya pasó, y lo único que nos queda es que no se agrave la cosa, que quede por un susto, un trago amargo, o la pérdida de alguna carga. Lo peor que puede pasar es desesperarnos, o querer rescatar algún artículo que ponga en peligro nuestra seguridad física. Por eso, en una travesía en canoa hay que estar preparados para lo peor y que eso no sea más que perder parte de la carga. El mejor ejemplo de descuido fue mi primer naufragio, que ocurrió en la desembocadura del Santa Lucía, cuando ya estábamos terminando una travesía por el Río San José.
Ya habíamos tenido algunos ríos navegados y nuestra confianza náutica había aumentado. A tal punto teníamos confianza que ya pensamos que podíamos dominar la embarcación sin los estabilizadores. No obstante salimos con los estabilizadores y motores. Entrando al Santa Lucía sobre la isla El Francés, se complicó el clima y apuramos la marcha llevando de tiro a los cansados remeros que venían siendo azotados por una molesta llovizna. La llovizna se pasó a una fuerte tormenta de verano y tuvimos que arribar a Las Brujas y pedir auxilio de un camión para que nos saque de esa situación. Así nos fuimos a acampar sobre el arroyo Las Brujas, donde cenamos una memorable cazuela de conejos preparada por Gabriel. Ya la barra estaba cansada, y con el castigo del clima queríamos terminar pronto. Pedro, tan organizado como siempre, había hecho sus gestiones correspondientes para contar con el apoyo de tierra y volver a su casa directamente de ahí. Pero, Luis y su hijo Gabriel, Carlitos (nuevo en el grupo), papá y yo debíamos cruzar el río para dejar la carga en Delta del Tigre. Al irse parte del grupo quedaron solo dos canoas para 5 tripulantes. Era solo cosa de salir por el arroyo, cruzar el río y ya está. ¡¡Una papa!!, después de todas las contingencias que habíamos pasado. Resolvimos que aquella cosa era fácil, y que a Carlitos lo podíamos llevar en el medio del Banana Boat que al momento era la canoa más grande.
Ahora bien, Carlitos es un entusiasta acampante que se unió al grupo a través de Luis. Como no contaba con la licencia para venir antes, Carlitos comenzó la travesía en la isla El Pajarero. Como siempre, solucionamos este pequeño inconveniente con la solidaridad del caso y aprovechamos la venida de éste compañero para que nos trajera un cordero para el asado (que por el tamaño, no llegamos a estar seguros si era cordero o conejo). En su mochila militar Carlitos contaba con una carga impresionante de chiches de supervivencia como el típico cuchillo Rambo, el larga vistas de visión nocturna y el compás de última generación. Pero además, cada día nos asombraba con algo nuevo que sacaba de la mochila como mago de la galera.
El tema es que conseguimos con Pedro un salvavidas prestado para éste compañero. Como era solo cruzar el río, cometimos el descuido de dejar que Pedro se llevara de vuelta el salvavidas. Por alguna razón que no recuerdo también sacamos los estabilizadores (grueso error!!!) y así salimos para terminar la jornada en un ratito ya que solo quedaba cruzar el río. Luis y Gabrielito nos llevaron la delantera hasta la desembocadura del arroyo y ahí apareció el ancho Santa Lucía. Quedaban unas cuatro o cinco cuadras para la otra orilla y era un día hermoso. Pero, apenas entramos en el río comenzó a soplar el pampero del suroeste y las olas fueron creciendo más y más. Luis, vio que se complicaba y apretó máquina al Tatanka para llegar rápido a la costa. El Banana Boat se sacudía con las olas a babor, y para asegurarnos estabilidad marqué rumbo cortando olas. En eso ví a Calitos blanco como papel y agazapado como garrapata y me dí cuenta que el cagaso era enorme. Las olas seguían creciendo y a esa altura parecía que estábamos en pleno océano ya que se veían ambas costas a lo lejos. La canoa se sacudía, esta vez de proa a popa y la hélice del Yamahita quedaba por momentos ronroneando en el aire y luego se volvía a hundir. En una de esas hundidas el motor se apagó, fue un instante, papá se dio vuelta para preguntar que pasó y ahí perdimos estabilidad y los tres al agua.
Quedamos entre las olas, agarrados de la canoa, y la carga de a poco empezó a irse. Casi todo estaba en tarrinas, y como vimos que la cosa venía para rato, las dejamos ir. Total, en algún momento las íbamos a recuperar. Luis ya estaba en la costa y salió de inmediato para ver si estabamos bien. Cuando venía hacia nosotros una ola casi lo dió vuelta y al ver que quedamos seguros resolvió volver a la orilla. Nosotros, sin poder hacer nada, pensábamos en el Rey y que plan estaría teniendo para el rescate. Mientras tanto la carga seguía desparramándose corriente arriba ya que la marea estaba subiendo. Lo que nos quedaba era esperar pacientemente porque la costa estaba como a dos cuadras y era como imposible cinchar la canoa llena de agua.
En eso, percibimos la desesperación de Carlitos, que a esa altura perdió toda la calma. ¿Como me puede haber abandonado Luis en éstas circunstancias?. Estaba al borde de un ataque de nervios, y asido a la canoa con una sola mano. Observamos que había algo que le mantenía la otra mano hacia abajo, pero como estábamos en plena lucha no supimos comprender de que se trataba. Le hablábamos para calmarlo “agarrate bien y espera tranquilo, seguro que Luis está ideando un plan para rescatarnos”
En un intento desesperado de asirse a la canoa hundida exclamó en grito fuerte ¡¡se me fue, se me fueeee!!! y ahí nos dimos cuenta de que en la mano bajo el agua tenía la mochila que en ese momento fue a parar al fondo del río. Como lo ví tan nervioso, le traje el colchón envuelto en lona que estaba flotando junto a nosotros y le dije “tranquilizate, agarrate aquí y anda pataleando suave hasta la orilla”. Me hizo caso y se fue pataleando y agarrado del colchón. Se había alejado unos diez metros cuando empezó a gritar “no se nadar, no se nadar, ¡¡¡¡¡me ahogo!!!!!”. Recién ahí nos enteramos que Carlitos no sabía nadar, lo que agravaba al hecho de no llevar chaleco salvavidas. Además, el colchón de “polifón” no es confiable para que flote porque de a poco va absorbiendo agua. Ante aquel panorama, salí inmediatamente a socorrerlo y lo traje de vuelta hasta la canoa hundida, que en aquel momento era el lugar más seguro.
Aparece en la escena Luis, el Rey, a quien le pedimos que socorriera a Carlitos y lo llevara hasta la orilla, nosotros podíamos esperar. Por suerte todo salió bien y Carlitos quedó con Gabriel sobre los pajonales de la costa. Como ya nos habíamos acercado bastante a la orilla, atamos el cabo del ancla a otro cabo y yo nadé hasta la orilla y ahí cinchamos con Luis hasta traer el Banana Boat a lugar firme. Tuvimos la suerte que cambió la corriente, y las tarrinas que habían desaparecido corriente arriba, comenzaron a bajar y las pudimos recuperar fácilmente. No obstante, en este naufragio quedó en el fondo del río mi querido chaleco de los 100 bolsillos, pérdida menor para todo lo que habíamos pasado en aquella tarde.
La moraleja de este periplo puede resumirse en que el río es traicionero y nunca hay que bajar la guardia. También, algunos consejos simples de toda travesía: 1) llevar siempre los salvavidas puestos, 2) navegar solo dos por canoa, 3) colocar toda la carga en tarrinas y 4) llevar los estabilizadores para no volcar. Yo creo que también debimos recordar la importancia de actuar en grupo comenzando todos juntos y terminando todos juntos. Aún me queda la duda si hubiera sido conveniente llevar toda la carga atada ya que esto pudo ocasionar complicaciones adicionales en un río ancho o mar abierto.
Sergio Carballo
No hay comentarios:
Publicar un comentario